Cuando no te acompaña otra cosa que un café irlandés y las ganas insaciables de fumar, es el momento preciso en el que todo deja de pender de un hilo para caer muy aprisa.
Tan rápido se me desmoronan las ilusiones y las fantasías que le gana al enfriamiento del café y la rapidez de las miradas sin sentido de cada extraño cuando entro al bar que una vez me vio enamorada.
Y deja de resultarme extraño sentirme tan sola, tan incomprendida.
Las calles de mi pueblo ya me han visto así, caminando con los ojos llenos de lágrimas y con una queja atada a mi garganta.
No hay nada que pueda hacer más que hacerle frente a mi impaciencia y procurar poner buena cara cuando aprendo a beber el café aún caliente y a no contar cuántas como yo están como yo no estoy.
Aprender de una vez que el tiempo no pasa más rápido por revolver desenfrenadamente el irlandés y que aunque salga de este lugar con una pizca de alcohol encima y mi estima algo sanado, vos no vas a estar ahí para mí.
Vos estando tan lejos, como si pertenecieras a otra dimensión y yo tan abrazada a tu recuerdo y a las ganas de poder tenerte.
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