A ella le decían linda. Entre otras cosas.
Le dijeron hermosa un par de veces pero una más memorable, la primera vez, fue un sureño de ojos oscuros y mirada apacible, y fue lo primero que le dijo y así la cautivó.
Tal vez el primer amor, algo inconcreto, pero algo de amor había, en cierta forma, en aquella forma. Una manera de quererse sin besos, de miradas y palabras cerca de la playa, de encontrarse de casualidad en aquella peatonal cuando estaba por esconderse el sol.
Y ella lo quiso porque lloró por él, y por ella, y por la lejanía y por esos besos que jamás se dieron, un año entero, cada noche le lloró.
Hasta princesa le dijeron. Su padre se lo decía, que ella tenía la gracia de una princesa, todavía se pregunta qué significa eso. Y un estúpido se lo dijo también, uno de tantos que conocía a la distancia, uno de los cuales se enamoró por solo imaginarlo.
Es que ella tenía esa facilidad, de inventar cosas en su mente y en su corazón y de enamorarse de las ideas, de los sueños que se le hilaban con palabras y ruidos y voces.
Se le solía escuchar decir algunas veces “¿de qué me sirve lo de linda?”.
La verdad es que todavía de nada le sirvió.
Y lo de princesa, hasta hoy, mejor ni decir lo que piensa, solo por respeto al padre.
Princesas eran las de los cuentos, las que jamás existieron. Las que tenían temores y ahí estaba siempre, en el momento justo, previo al llanto, al peligro, aquel hombre. Princesas eran las que eran amadas por ese hombre, o dos normalmente: el bueno, y el malo, que de hecho el que la amaba siempre era el bueno, no como la vida real.
La vida real viene con el hombre bueno, que si es realmente bueno te deja pasar y se deja pasar la vida sin darse cuenta que te quiere, o si es bueno, una no lo quiere porque no es como el príncipe.
El hombre malo es el que nos envuelve y nos deja, así sin más, sin explicar nada, que se va en busca de algo más preciado que una, por el poder u otras mujeres.
Tal vez haya tenido ella un príncipe alguna vez, que duró setecientos días aquel amor. Ese amor tan infantil por un lado, tan apasionado por otro. Entonces tal vez fue ahí que ella fue princesa, porque él estaba y sino estaba, eso él quería, estar con ella mañana, tarde y noche. Cada día.
Las princesas que existieron, no como los cuentos, eran las que lloraron más de lo que rieron, las que fueron engañadas y engañaron también. Las que tuvieron hijos por la descendencia, las que en realidad amaban al hombre menos nombrado en la cena, más llamado en sus mentes, las que lucían hermosas por fuera todos los días y muy pocas personas conocieron sus penas más íntimas.
A esta mujer de veinte y un par de años lo de linda no es de servirle, ni convencerle. A ella no le sirve, no lo cree, y aunque lo creyera de todos modos, lo que ella quiere es lo que tiene una princesa de cuentos. Las princesas que son lindas y no solo eso, son buenas e inteligentes, tienen suerte y fortuna y vencen enemigos, y brujas y tienen príncipe e hijos, que serán luego principitos.
Lo lindo por fuera siempre se irá. Queda sólo el brillo de los ojos de una vida feliz y los recuerdos que inundan el alma de alegría y satisfacción.
El ser amada de por vida y sin recetas, eso sí te hace ser linda y princesa.
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